Cuántas veces he podido oír desde que el alemán llegó al Madrid los típicos "Pero si ese es un patapalo", "No sabe tocar la pelota, se tropieza con sus propios pies" o "Teniendo a Granero cómo puede sacar al paquete ese". Es muy sencillo. Sami Khedira es un luchador, un atleta y sobre todo, un jugador inteligentísimo. Es esa clase de mediocentro que nunca pierde la posición, que siempre se ofrece para recibir y que todo lo que hace es por y para el equipo. Es un gladiador desinteresado que, a pesar de lo que muchos creen, no se dedica a defender y pegar patadas. Corre y corre, se desmarca, toca, pone centros, tira y luego vuelve.
Todo esto me sirve para analizar un problema mucho más serio y profundo: los prejuicios. Don Sami, como a mí me gusta llamarlo, llegó al Madrid después de hacer un gran Mundial. El problema es que nadie lo sabía. Nadie conocía a este alemán con pinta de musulmán; grande, tosco y con expresión seria. Si el chaval llega a ser bajito, "humilde" con muchísimo toque y, por supuesto, de "La Roja", o al menos español; otro gallo habría cantado en su momento. Nadie lo apreciaba ni se fijaba en lo que hacía, porque lo que importaba era que le quitaba el sitio a Granero, español y canterano; el ideal de futbolista que todos sueñan con tener en sus filas. El Real Madrid no quiere tener españoles y canteranos en su plantilla. Como ya instauró Don Santiago Bernabéu, el Madrid solo quiere a los mejores del mundo, sean de Albacete o de Las Islas Caimán.
Así que, tanto en el fútbol como en la vida, no podemos juzgar algo nuevo porque "me lo esperaba de otra forma" o "yo quería otra cosa". Hay que amoldarse y apreciar lo que recibimos, aunque no fuera exactamente lo que queríamos. Es igual que la comida: "He probado chuletones mejores". Qué pasa, ¿que el que te estás comiendo no está bueno? Es muy posible que sí; pero son las comparaciones las que nos matan.
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